Energopoly, ¿la industria energética es un monopolio natural?
En mi primer año en la facultad, teníamos una asignatura que se llamaba Teoría Económica I. Era una introducción básica a la teoría económica que, francamente, a pesar de lo que diré a continuación, estaba bien. En mi manual de entonces, que todavía conservo, se puede leer lo siguiente: cuando discutimos los problemas que surgen de la monopolización de una industria y la respuesta política estatal apropiada, es esencial contestar a la pregunta: ¿es la industria un monopolio natural? Este manual dice que el monopolio natural se produce cuando una sola empresa puede producir la cantidad total que se vende, a un costo medio menor que lo podrían hacer dos o más empresas. Esto ocurre cuando se generan economías de escala. Este decir, cuando ante una elevada inversión inicial -un gran coste fijo-, cuantas más unidades se produzcan, más baratas resultan.
De ahí, se dice que son casos típicos de monopolio natural las comunicaciones, el transporte y la energía. En el mismo manual, unas páginas más adelante, respondiendo a qué tipo de política estatal debemos hacer, dice que si la empresa es un monopolio natural…romperlo sería contraproducente, pues… sólo necesitamos unos cables eléctricos…Si tuviésemos dos o más empresas en estas actividades, estaría duplicando la inversión….del monopolio existente e implicaría una pérdida de recursos.
En resumen, a un alumno o alumna que entre en una facultad de economía se le explica que la industria energética, por requerir grandes inversiones iniciales, es inexorablemente monopolio natural. Por ello, mejor no hacer nada para evitarlo -en todo caso, regularlo-, ya que si hubiere más de una empresa energética o más de un cable, no sólo se encarecería innecesariamente el producto, sino que la sociedad derrocharía recursos que podría destinar a otras actividades.
Lo crean o no, que te cuenten esto es tu primer año de carrera cincela la mente. Incluso en un caso como el de mi generación en el que estudiamos una economía mucho más política, humana y transversal que la actual, difícilmente nos cuestionamos que los monopolios naturales no son un destino inapelable. En mi caso, me ha llevado más de 25 años, caer del caballo.
No discuto que si hay una industria en la que, por las razones que fuere, sólo se pudiere producir (bienes o servicios) a partir de unas inversiones iniciales muy elevadas, se generarían las dichas economías de escala; lo que me pregunto es sobre la premisa: la inevitabilidad del monopolio natural en la industria energética.
Formulado de otro modo, entiendo que una vez hemos construido una gran planta de generación eléctrica, una gran refinería, unos oleoductos que atraviesan medio mundo, unos cables que cruzan territorios enteros, una gran central nuclear, una presa como la de las Tres Gargantas en China, etc… cuanta más energía podamos generar, transportar o producir, más rentable -en sentido amplio- será la inversión; pero mi pregunta es si realmente ¿ésta es la única organización industrial posible para producir y distribuir la energía? Históricamente, la respuesta es no.
Si se analiza la historia de la energía se puede aventurar que la naturalidad del monopolio energético de innata tiene poco. Fundamentalmente es una historia que empieza en el último cuarto del Siglo XIX en Estados Unidos, cuando la Standard Oil, con Rockefeller a la cabeza, inicia la construcción “masiva” de oleoductos por el conjunto del país, y cuando General Electric, gracias a los conocimientos de Tesla, empieza la producción hidroeléctrica a gran escala, a partir de la central de las Cataratas del Niagara. Es decir, la industria energética se vuelve monopolio natural, a finales del Siglo XIX, cuando la forma de producir energía se convierte en centralizada: cuando se decide que desde único centro productor (o generador) se suministrará electricidad o combustible a los ciudadanos dispersos por el territorio, a los que se les puede hacer llegar, o no, un cable o un tubo.
La industria energética se consolida como monopolio cuando de forma natural (sic!), después de varios avatares de la historia -el Imperio colonial británico, la desintegración del Imperio otomano, los Acuerdos de Versalles, la Revolución soviética y Yalta, por citar algunos- la industria se internacionaliza, lo que obliga a invertir en grandes infraestructuras, que conecten los llamados países productores con lospaíses consumidores; el monopolio siguiendo su naturaleza se refuerza cuando, en los años 1980s, se inician las grandes privatizaciones y se convence a los propietarios de pequeñas plantas generadoras, que lo “más natural” es que vuelquen la electricidad que antes alimentaba sus pueblos o fábricas a una red general; y, entiendo que, con esta misma lógica, si prosperan planes como el Desertec o RoadMap2050, también será “más natural”, generar la electricidad en el Norte de África para ser empleada en Alemania, que tener unas placas solares al lado de casa.
Puede que como economista sea una nulidad, pero, ahora lustros después, todo esto me parece muy poco natural, en el sentido de que “no hay otra”. De hecho, fuera de la economía, los que saben de esto, no cegados por el insoslayable monopolio natural, hablan de elección. Hablan de caminos posibles, pero no tomados (Armory B. Lovins); hablan de elección de tecnologías que favorecen el monopolio y la concentración de la propiedad (Lewis Mumford) o de tecnologías energéticas que evolucionan escogiendo las características que le permitirán interactuar con los poderes establecidos (Josep Puig i Boix).
De ello, hoy en esta entrada, sólo me interesa resaltar que mientras desde la economía hablamos de la inevitabilidad del monopolio natural de la industria energética, fuera de ella, de lo que se habla es de elección y de poder. Para mi, en mi estado mental presente, son “los otros” los que tienen razón, aunque admito que me ha costado más de 25 años barruntar que llamar monopolio natural a la industria energética es tan sólo, otro más, de los ardides lingüísticos en los que los economistas estamos demostrando un talento sin igual.
Autora del artículo: Aurelia Mañé Estrada, profesora de política económica y de relaciones energéticas internacionales en la Universidad de Barcelona.
Se agradece a Aurelia por el valioso aporte.